–Esta frágil sepultura fue la de un hombre débil y sin grandeza, cuyo reinado fue abundante, sin embargo, en acontecimientos de inmensa trascendencia, porque sobre ese rey velaba el espíritu de otro hombre, así como esa lámpara vela sobre el féretro y lo ilumina. Este hombre era el verdadero rey, Raúl; el otro era sólo un fantasma a quien prestaba su alma. Y tanto poder tiene la majestad monárquica entre nosotros, que ni siquiera se ha concedido al que gobernó realmente, una tumba a los pies de aquél por cuya gloria sacrificó su vida; porque ese hombre, Raúl, tenedlo presente, hizo pequeño al rey, engrandeció la soberanía, y en el palacio del Louvre hay dos cosas distintas: el rey, que es mortal, y la soberanía, que es inmortal. Ya pasó aquel reinado, Raúl; ya bajó al sepulcro ese ministro tan temido, tan obedecido de su amo, al cual arrastró en pos de sí, sin dejarle vivir solo, temiendo, seguramente, que destruyese su obra, porque un rey no edifica más que cuando le anima Dios o el espíritu de Dios. Entonces, no obstante, consideraron todos a hora de la muerte del cardenal como la de la libertad, y yo mismo (tan errados son los juicios de los contemporáneos) he desaprobado a veces los actos de ese gran hombre que tenía en sus manos el destino de Francia, y que abriéndolas o cerrándolas podía ahogarla o dejarla respirar a su albedrío. Si su terrible cólera no me anonadó a mí ni a mis amigos, fue sin duda para que hoy pudiese deciros: Raúl, distinguid siempre al soberano de la soberanía; el primero es un hombre, la segunda es el espíritu de Dios. Cuando dudéis a cuál de los dos hayáis de servir, dejad la apariencia material por el principio invisible, porque éste lo es todo, y Dios ha querido sólo hacerle palpable, dándole la forma de un hombre. Supóngome, Raúl, que penetro en vuestro porvenir como a través de una nube y que se presenta mejor que el nuestro. Por el contrario de nosotros, que tuvimos un ministro sin rey, tendréis vos un rey sin ministro, rey a quien podréis servir, amar y reverenciar. Si fuera tirano ese rey, porque el poder absoluto tiene un vértigo que le inclina a la tiranía, servid, amad y respetad a la monarquía, a la cosa infalible, al espíritu de Dios sobre la tierra, a ese destello celeste que tanto dignifica y santifica el polvo humano, que nosotros los nobles somos tan poca cosa ante este cadáver tendido en el último peldaño de esta escalera, como él lo es ante el trono del Señor.
Palabras del Conde de la Fère al Vizconde de Bragelonne en "Veinte años depués", la continuación de "Los Tres Mosqueteros" de Alexander Dumas.
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